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Afines en el tiempo, en el silencio, en los recuerdos, en el juego onírico de cada pestañeo, distantes por la fatalidad de la realidad, unidos por la incógnita del sueño que no fue. A diario él se dice a sí mismo en cada instante de soledad, que el libro de sus vidas bifurcadas quedó apenas en la introducción, negando rotundamente el fin de esa historia. Viviendo en el exilio, él le juró que no cerraría aquellas páginas que intentaron escribir cuando ambos comenzaban su segunda década de vida.
Cada foto, cada carta lo carcomía lentamente, en ellas veía la derrota más grande. El imperante olor a muerte, las amenazas diarias poco le importaban a Santiago Euzkadi, los constantes recuerdos del pasado, hacían que el cuerpo inerte derruido por las ratas bañado en sangre que tenía frente a sí, le producía hastío y no terror como a las personas que contemplaban el siniestro. La policía y el personal del SEMEFO le pedían que diera la orden a su fotoreportero de abstenerse en tomar imagen alguna del vigésimo tercer ejecutado en menos de una semana.
Sus pensamientos, deseos y atención estaban en ella, añorando, que aquella tarde de primavera no los hubiera separado. Los constantes gritos de los agentes policíacos lo devolvieron al lugar de los hechos, Rodrigo el joven fotoreportero le indicaba a Euzkadi que al lado del cuerpo yacía una cartulina en la que se podía leer un mensaje: “Pa que aprendan a respetar, pinches merolicos”. Santiago se acercó al cuerpo, lo vio con detenimiento atestiguando que éste había sido torturado, y mutilado como Hedilberto Frías del semanario Zeta semanas atrás en Matamoros.
El cuerpo tenía más de 14 impactos de bala alrededor del torso, en la frente se podía apreciar el tiro de gracia, -pinches merolicos- repetía Santiago. Rodrigo continuaba disparando la réflex, capturando a detalle las imágenes del occiso, sin dejar de tomar fotos le indicó a Santiago que esa misma leyenda estaba escrita junto al cuerpo de Frías, la víctima era un periodista más, tanto Rodrigo como Euzkadi no lograban determinar de quién se trataba, pero sabían que ese cuerpo era de un colega.
Aquel hallazgo hacía que la noche veraniega en la Comarca Lagunera subiera de temperatura el ambiente, los agentes federales movieron a los curiosos, a los reporteros y a los perros que merodeaban la zona. Santiago le pidió a su acompañante que regresara a la redacción para escribir la nota. Por su parte, se fue a meditar la situación al bar Dragón, donde tomó más de 10 whiskys, mientras hacía llamadas a Tijuana al semanario Zeta, para saber exactamente cuál había sido el dictamen forense final de Hedilberto y si existía alguna relación con el ejecutado.
Más allá de su preocupación por conocer la identidad del cadáver, lo que realmente le ocupaba a Santiago eran las imágenes del pasado que nunca pudo superar, el hartazgo lo invadía pues sabía que sus males interiores eran producto del desamor, los sorbos de cada whisky, la música de Bon Jovi que se escuchaba eran dos placebos que le permitían inclinar su atención en los hechos ocurridos, sin embargo el efecto de las copas se hacían presente en el cuerpo, los constantes síntomas de borrachera lo obligaron retirarse a dormir.
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